Gilberto Giménez es uno de los antropólogos que mejor argumenta respecto al tema de la identidad en la globalización. Para él no existe una cultura global propiamente dicha y, por lo tanto, tampoco la formación de una identidad global en sentido propio. Giménez plantea que el sistema de los Estados-naciones sigue vigente y que lo que muchos llaman cultura global no es más que una cultura dominante de ciertas potencias y, además, excluyente.
El autor define el término identidad, desde una perspectiva relacional y situacional, como el conjunto de repertorios culturales interiorizados a través de los cuales los actores sociales demarcan simbólicamente sus fronteras y se distinguen de los demás en una situación determinada, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados.
Giménez asume, al igual que la sociología clásica, que los actores sociales tienen acceso a esos repertorios a través de su pertenencia a diferentes tipos de colectivos, sean reales o imaginados, donde para pertenecer a ellos solo basta compartir cualquier tipo de experiencias. Esta pertenencia hace que nos apropiemos de un repertorio simbólico cultural que define nuestra identidad en un caso específico.
Ahora bien, si somos parte de una comunidad global y poseemos una identidad global, ¿qué tipo de experiencias compartimos? Muchos concuerdan en que lo que nos une es el temor a una catástrofe ecológica, riesgos como la contaminación ambiental o una eventual guerra. Sin embargo, compartir este tipo de sentimientos no es suficiente para generar la experiencia de un “nosotros global” porque se trata de un nivel inferior al de las relaciones propiamente simbólicas, que son requeridas para la emergencia de un verdadero sentido de pertenencia sociocultural.
Otros señalan que el referente cultural que se requiere definida y difundida por los medios de comunicación. Sin embargo, este tipo de comunidad es efímera, superficial y transitoria, además, si bien los medios nos han abierto al mundo, constituyen a su vez elementos poderosos para reforzar y alimentar las identidades nacionales.
Otro argumento a favor de una comunidad global es la suposición de que, a nivel de recepción, el discurso de los medios es interpretado del mismo modo en el mundo entero. Si esto pudiera mostrarse, entonces sí podría afirmarse que existe una identidad globalizada, pero eso no ocurre. Los procesos de globalización son apropiados localmente de forma contextualizada. En este sentido, el autor distingue la globalización económica o financiera de la globalización cultural. La primera es denominada “fuerte” porque es sistemática y estructurada, la segunda, es “débil” porque no puede generar a escala mundial sujetos que interpreten el mundo de manera similar y que, por lo mismo, se configuren como identidades globales.
Desde otra perspectiva, la identidad global se asocia al cosmopolitismo. No obstante se trata de una categoría social abstracta donde los individuos no conforman un colectivo con sentimientos compartidos y una solidaridad de clase real. No se puede atribuir al cosmopolita una identidad transcultural y mucho menos global porque si bien circula entre diferentes mundos culturales, no llega a ser parte de ninguno de ellos. La participación no implica un compromiso.
También se señala que el escenario global tiene actores institucionales mundiales que buscan generar una opinión pública mundial sobre acontecimientos de alcance global. Sin embargo, estos actores se ven sujetos a las estructuras de los Estados-naciones, pues muchos de estos organismos subsisten gracias al aporte de las potencias mundiales.
Por otra parte, identidad se asocia a cultura en el sentido de que todas las manifestaciones culturales se refieren siempre a un espacio de identidad. Una cultura posee formas interiorizadas y formas objetivadas y no puede disociarse de los sujetos sociales que la producen, emplean o consumen. En este contexto, el problema de quienes analizan la globalización es privilegiar las formas objetivadas de la cultura, sin hacer referencia a sus usuarios. El autor, sin embargo, asume la cultura desde el punto de vista de los sujetos que se relacionan con ella.
En la globalización, la cultura se presenta como una inmensa red de culturas locales y desterritorializadas, “terceras culturas”, entre las cuales se puede distinguir la cultura de los bienes de consumo de circulación mundial y las culturas populares.
La cultura consumista coloca el confort y el consumo como valores centrales del estilo de vida moderno; sin embargo, el acceso a los bienes es desigual, pues está determinado por la estructura de clases. Mientras tanto, la cultura popular refleja con mayor claridad la globalización cultural, pues su producción internacional forma un vasto sistema de corporaciones transnacionales y su distribución escapa al control de los gobiernos nacionales quienes, más bien, han posibilitado su expansión abriendo sus mercados internos. No obstante, es preciso señalar que el autor no admite la existencia de una cultura popular global porque la interacción de las culturas no produce una pluralidad de culturas iguales, sino más bien establece una jerarquía en la lucha por el poder.
Finalmente, Giménez plantea a modo de conclusión que la cultura global no puede ser entendida en los mismos términos que una cultura nacional porque no existe una sociedad política y civil globales. Además, si bien la globalización ha establecido un eje de difusión globalizada, esta se somete a una apropiación localizada, por lo tanto es apropiado hablar de cultura e identidad en términos plurales, mas no globales.
La interacción entre culturas es un factor enriquecedor y positivo para las personas. Debemos respatar y ser respetados.
ReplyDeleteUn saludo,
Héctor