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RESUMEN DEL ARTÍCULO "DIFERENCIAS CULTURALES, RACISMO Y DEMOCRACIA"

Wieviorka, Michel, en Daniel Mato (coord.). Políticas de identidades y diferencias sociales en tiempos de globalización. Caracas: FACES/ UCV, pp. 17 – 32. 2003. Disponible en: http://www.globalcult.org.ve/pub/Rocky/Libro1/3-wieviorka%20.pdf.

El autor pretende describir las confrontaciones culturales generadas por la polarización de grupos sociales en el marco de la globalización. La hipótesis del autor es que las diferencias culturales son parte de un relativismo cultural que se acentúa en el marco de la globalización y tienen incidencia en la configuración de un neo-racismo.
Aunque la diferencia cultural no implica jerarquía o dominación social, tampoco es distinta o lejana de ella. Por eso no sorprende que el empuje de las identidades culturales se asocie a formas renovadas de racismo, un racismo cultural o diferencialista que consiste en afirmar de sus “blancos” y de sus víctimas que son culturalmente diferentes, incapaces de integrarse a la sociedad y de compartir los valores del grupo dominante. Este racismo diferencialista puede hundir aún más a sus víctimas en la exclusión, en las desigualdades económicas y en la injusticia social.
La solución es proponer un marco general que permita distinguir algunas grandes familias de identidades como las “primarias”, por ejemplo, la de los indígenas americanos que existían antes de que se formaran las sociedades moderna; las minorías anteriores a la sociedad y a la nación dominante, pero siendo ellas mismas modernas; las minorías involuntarias, como las víctimas del esclavismo y sus descendientes quienes evidentemente no escogieron vivir donde están ahora.  
Wieviorka señala que debemos considerar todas las identidades no como tradiciones opuestas a la modernidad, sino como elementos inscritos en la modernidad, inventados o producidos por ella. Esto permitirá pasar del análisis sociológico al diagnóstico histórico, pues mientras más avanzamos en el tiempo, nuestras sociedades inventarán más diferencias y con esto se enriquece el racismo que debe ser considerado como una perversión de la diferencia cultural.   
El autor explica cómo se originan las diferencias de la siguiente manera: la producción de las identidades colectivas está ligada a lo que podría parecer su contrario: el ascenso del individualismo moderno. Cuando la participación individual es difícil, o insatisfactoria, una respuesta es remitirse a una identidad colectiva para participar más, gracias a la presión que puede ejercer una comunidad sobre el poder, por ejemplo, o gracias a la solidaridad que se ejerce en su seno, asimismo, para sustituir referentes simbólicos a la participación imposible o insatisfactoria.
Una vez que una identidad colectiva se construye, conoce toda suerte de tensiones internas, pues constituye parte de sus características estar bajo tensión entre lógicas de cierre y lógicas de apertura, y esas tensiones varían constantemente. Es dentro de estas tensiones que el racismo traza eventualmente su camino bajo dos formas opuestas y, sin embargo, no necesariamente contradictorias. Porque el racismo diferencialista brota cuando las lógicas de cierre prevalecen y quienes encarnan el cierre consideran que la alteridad es una amenaza, rápidamente naturalizada y, entonces, transformada en raza.
Wieviorka sostiene que frente a las derivas comunitaristas que surgen en nuestras sociedades, se han desarrollado tres actitudes políticas: la del asimilacionismo, la cual sostiene que es necesario que los particularismos culturales no sean visibles en el espacio público y que se disuelvan ante la identidad dominante de la sociedad; la de la tolerancia, según la cual es preciso tolerar las diferencias, no solamente en la vida privada, sino en el espacio público, de modo que no creen dificultades, no perturben el orden público y no generen violencia o conflicto; finalmente, la del reconocimiento, para la cual es necesario otorgar derechos culturales a las minorías, para reconocerlas en la medida en que no cuestionen los valores universales, la razón, los derechos humanos.
Dentro de esta última alternativa, con la cual coincide al autor, se contempla el multiculturalismo como una política inscrita en las instituciones, el derecho y la acción gubernamental, para dar a las diferencias culturales un cierto reconocimiento en el espacio público. Existen dos modelos: al primero se le llama “integrado” porque toma en cuenta en una misma acción las demandas de reconocimiento y la lucha política contra las desigualdades sociales. Es una misma política que reconoce las lenguas de origen, la historia particular, las tradiciones de una minoría y que pone a la disposición de sus miembros medios particulares para que tengan oportunidades reales y no queden encerrados en la pobreza o exclusión social. El segundo tipo de multiculturalismo es calificado como “escindido” porque separa el tratamiento de la diferencia cultural del de las desigualdades sociales. Aquí no hay una política de reconocimiento cultural, sino una política social: se dan a los individuos mejores oportunidades sociales para paliar las desventajas que sufren por su pertenencia a ciertos grupos minoritarios maltratados por la historia. La interculturalidad, en cambio, significa que los intercambios y diálogos entre culturas puedan desarrollarse en el respeto mutuo.
El autor concluye señalando que las sociedades tienen dos desafíos: el comunitarismo, que surge cuando una diferencia se encierra en ella misma, despoja de toda libertad individual a sus miembros, les prohíbe construirse como sujetos y corre pronto el riesgo de tomarla contra el resto de la sociedad de una forma violenta. Y el universalismo abstracto, que considera que debe tenderse hacia un ideal donde el espacio público no sea poblado más que por individuos, y para el cual las identidades particulares son amenazas a rechazar.   
Todo el problema, para una democracia, es aprender a circular entre estos dos peligros, el de la negación de las personas singulares y el de la negación de los particularismos identitarios. Nosotros debemos aprender a dejar de oponer lo particular y lo universal, para por el contrario, poder articularlos.

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